viernes, 18 de octubre de 2013

La adicción a la literatura

EXTRA!

La literatura define a todos aquellos que se han dejado embaucar por el magnetismo de sus historias. Encuentra su refugio en los que decidieron experimentar sus páginas. Y goza de permanencia cuando el paso de los años no hace más que realzar su magnitud, alcance y espectacularidad.

Juan Mayorga, dramaturgo contemporáneo, recoge en 'El chico de la última fila' (hasta el 10 de noviembre en el Teatro Galileo) todo aquello que convierte a la literatura en cómplice, amante y asesina. Proyecta en uno de sus personajes al protagonista y deja que, fluidamente, el joven alumno se convierta en un manipulador a través de la escritura.

Germán, filólogo y maestro, es el perfecto ejemplo de aquellos que, seducidos por las palabras, se hallan inmersos en una historia de la que ni escapan ni quieren encontrar salida. Tratando de transmitir a los estudiantes el entusiasmo que él mismo procesa, sólo se topa ante rostros inertes que esperan con indiferencia que transcurran los 50 minutos de lección.

Claudio, el joven alumno, supone una liberación. La proyección de sueños a medio construir. La ilusión de la enseñanza. La complicidad de los que saben que sólo entre ellos se entienden. Sentado en la última fila y haciendo gala de un lenguaje pulcro y cuidado, el estudiante logra captar la atención del profesor narrándole la historia de Rafael, un compañero de clase serio y anodino. Relatando por episodios los diferentes acontecimientos transcurridos en la casa de su amigo, Claudio atrapa lector y a su mujer, que obsesionada por sacar a flote su galería, encuentra entretenimiento y amparo en los folletines que su marido le enseña diariamente.

Con una imaginación desbordante y una puesta en escena minimalista, la actuación de los roles viene determinada por la luz, que en pleno vaivén, implica al espectador en un devenir excéntrico de personajes. Los flexos son quienes determinan quién es el que está hablando y quién toma la partida. Las mesas de la escuela se convierten en espacio de pedagogía y filosofía. Exaltación y discusión. Realidad y ficción.


El texto de Juan Mayorga, originalmente escrito para teatro y trasladado a la gran pantalla por Françoise Ozon, encuentra su mejor expresión en la espontaneidad que supone la interpretación. Los personajes, siempre exagerados por un adolescente en plena ebullición, provocan la risa y transmiten el hechizo de la subjetividad. Envueltos en los tópicos de la típica pareja de clase media, los padres de Rafael se convierten en la envidia de aquel que escribe, convirtiéndose así una familia humilde en el objeto de deseo y obsesión del joven escritor.

Provista de elementos inquietantes y continuas referencias a la literatura, la obra evoluciona a medida que lo hacen los personajes, compenetrándose y entendiéndose, convirtiéndose inmediatamente el uno en el espectador implícito en la vida del otro.

La historia de los personajes se convierte en el presente del espectador, que bombardeado por continuas referencias a Tolstói, Dostoyevski o Joyce, se ve involucrado en el incesante cambio de estilo y la perpetua lucha por mantener vivo el interés.

La ficción y la realidad encuentran su armonía en las páginas que las definen. Y son ellas quienes motivan las composiciones y desasosiegos de los dos personajes que conforman el trasfondo de la historia. La literatura se convierte en la más fiel y constante acompañante. Porque al fin y al cabo, la vida, sin cuentos, no merece la pena.

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