
Habitualmente no leo nada sobre una película ni una obra de teatro antes de ir a verla. Nada más allá del tráiler, el cartel o la reseña de la sala en cuestión. En el caso del teatro, hasta evito ojear el programa o el folleto que entregan antes de ocupar la butaca. Me gusta que me sorprendan y sobre todo me gusta respetar el trabajo de todos los que están en el escenario y detrás de él, que sea ese trabajo lo primero que vea y disfrute. Ya habrá tiempo para las valoraciones. Pero el otro domingo, en la sala 1 de las Naves del Español en Matadero, hice una excepción. Hice una excepción porque se trataba de 'El malentendido' de Albert Camus y cuando se trata de él, una mezcla de fascinación y obsesión me hace buscar con ansia qué han podido entender y pensar los que se han sumergido en sus apasionantes textos.
Cuando leí la sinopsis de la obra y vi que en ella destripaban en pocas líneas todo el argumento, incluyendo quién moría, supe que Yolanda Pallín y Eduardo Vasco habían comprendido perfectamente la esencia de Camus antes de ponerse al frente de la obra y no me defraudarían. No me equivoqué.
La historia es lo de menos. Marta y su madre regentan un hotel en pueblo perdido de Europa. Jan, el hijo que se marchó de casa, vuelve veinte años después a reencontrarse con su familia haciéndose pasar por un cliente. Pero las dos mujeres se dedican a asesinar a los clientes ricos para conseguir dinero suficiente para tener una vida mejor en otro lugar. Lo que sigue después y las siniestras posibilidades se pueden imaginar fácilmente. Para contar esto no hace falta más que una mesa y una cama en ese triste hostal en mitad de una Europa gris y aburrida. De fondo, una viola de gamba y un acordeón. No se necesita nada más.

Miento. También hacen falta unas brutales Cayetana Guillén Cuervo y Julieta Serrano, hija y madre respectivamente, corazón de esta obra. Tan brutales y tan desnudas que se hacen irremediablemente humanas como el pensamiento de Camus. Reflejo de lo más crudo de la condición del hombre, su interpretación choca contra la realidad amable de Jan y su esposa María, a cargo de Ernesto Arias y Lara Grube, que escaparon de allí y fueron felices.
Explicar
a Albert Camus al espectador no es fácil. No es fácil porque uno no sabe si
quedarse con la amarga historia de Europa y sus imperios coloniales, que representan sin saberlo los personajes, o
con el grito crudo ante la injusticia innata de la misma existencia que
experimentó Camus toda su vida. O con el peligro de ser un extranjero como Jan, que teniendo su vida acude a buscar otra y, sin pertenecer a ninguna parte,
le aguarda la más dolorosa de las experiencias.
No es fácil tampoco porque es un lenguaje lleno de poesía, de símbolos ambiguos, de gritos contra dios y de frases que encierran realidades a muchos niveles. Por eso es difícil para el actor recoger todos esos planos y juntarlos, no sólo en el discurso, sino también en el gesto, en la actitud, en los silencios. El deseo, la frustración, la locura y la alegría caben en un par de renglones de 'El malentendido' y el reparto lo encaja todo con una precisión y claridad extraordinarias.
No es fácil tampoco porque es un lenguaje lleno de poesía, de símbolos ambiguos, de gritos contra dios y de frases que encierran realidades a muchos niveles. Por eso es difícil para el actor recoger todos esos planos y juntarlos, no sólo en el discurso, sino también en el gesto, en la actitud, en los silencios. El deseo, la frustración, la locura y la alegría caben en un par de renglones de 'El malentendido' y el reparto lo encaja todo con una precisión y claridad extraordinarias.
Siempre
queda, como en todas las obras de aquel filósofo argelino que nunca fue tal, la
sensación de que falta algo, de que algo queda en el aire. Pero no sabe uno si
eso que falta no está porque lo han olvidado los personajes o porque no ha
arañado lo suficiente la complejidad y riqueza de lo que se acaba de ver.
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