
Puede que todo surgiera como una valiente reacción frente a las persecuciones. Tanto la obra más compleja y surrealista del poeta Federico García Lorca como el encargo que el exdirector artístico del Teatro Real, Gerard Mortier, empeñado en la necesaria modernización de la cultura operística española, hizo al compositor español Mauricio Sotelo. El resultado, en ambos casos, es 'El público', un texto teatral en el que el escritor andaluz reflejó sus obsesiones teatrales y sus deseos homosexuales reprimidos, que ahora se transforma en una ópera del siglo XXI estrenada el pasado martes 24 de febrero en Madrid.
Las mil capas del escrito original se convierten en un
montaje caleidoscópico en el que se fusionan disciplinas artísticas
como el flamenco, la ópera, el teatro y la danza, que tratan de coexistir en la
fascinante escenografía de Alexander Polzin, donde unas telas pintadas a mano
colgantes observan cómo un director teatral llamado Enrique afronta su
homosexualidad ante su amante secreto, Gonzalo.
La belleza poética de Lorca respira en las voces de los
cantaores Arcángel, Jesús Sánchez y Rubén Olmo, la guitarra de Cañizares y la
percusión de Agustín Diassera, a través de los que el flamenco tiene una
presencia esencial en escena. El director musical Heras-Casado sobresale
dirigiendo - sin batuta - a la prestigiosa orquesta especializada en música contemporánea
Klangforum de Viena, compuesta por 36 músicos que brillan hasta el precioso solo para violín que cierra la compleja partitura.

La labor del libretista Andrés Ibáñez tratando de acercar una historia en la que prima lo teatral y lo onírico sin modificar el texto
original es sencillamente formidable. Aunque el acento extranjero de algunos
de los cantantes chirríe por momentos, destacan las voces de los cantaores junto al oscuro barítono José Antonio López como Director y la bella
voz de Isabella Gaudí, que se enfrenta como Julieta a un aria de la que sale
victoriosa incluso tumbada en el suelo.
La escenografía de Alexander Polzin, el vestuario de Wodziech
Dziedzic y la coreografía de Darrel Grand Moultrie añaden espectacularidad a un
montaje monumental en el que incluso hay tiempo para homenajear al cine mudo
a través de una excelente proyección. A pesar de todo, no son pocos los espectadores
que abandonaron las butacas en el estreno, probablemente por la alta carga de
lirismo y eclecticismo que rebosa una adaptación con infinidad de lecturas
secundarias.
Una pena que por prejuicios o impaciencia se perdieran una
segunda parte gobernada por enormes espejos que reflejaron el conservadurismo que
el público tuvo y retiene, golpeando al público con esas localidades vacías mientras
Cristo agoniza en un escenario vacío tras el que el Coro Titular del Teatro
Real sorprende, ya en su desenlace.
La ópera habla de poesía, teatro dentro del teatro y represión
hasta concluir con la caída de máscaras de los que aman y los que no entienden,
mientras los ecos flamencos y wagnerianos aún se escuchan entre los aplausos
del público que ha elegido dejarse llevar en vez de juzgar, como los que se
entregan ante la accidentalidad del amor.
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